Empecemos por los malos profesores. Sin interés por el curso que dan, y sin interés por sus alumnos, la docencia es para ellos un trámite. Su lista de prioridades está copada por otras obligaciones, todas más importantes. Puesto que el curso les quita tiempo y les significa un esfuerzo extra, los alumnos debieran estarles agradecidos de tenerlos en su sala de clases. Pueden conocer bien su especialidad, pero no saben o no quieren transmitir adecuadamente estos conocimientos. Por lo general, imponen en forma unilateral un bloque de ideas y conceptos inalterados e inalterables, cuyas posibles relaciones están previa y terminantemente establecidas. De esta manera, relegan a los alumnos al triste papel de meros receptáculos de dogmas apolillados. Algunos malos profesores son distantes. Sea por la falta de interés ya mencionada, o porque se consideran tan buenos en lo que hacen, rara vez bajan de su Olimpo propio. Otros, en cambio, son cercanos. Pero demasiado. Están también los que agregan a su cóctel el mal trato a los alumnos. ¿Cómo se hace esto? Una alternativa es descalificarlos en público, a fin de mantener a raya preguntas que pongan en evidencia la mala preparación de las clases, o la inconsistencia de posturas seguidas por conveniencia, no por convencimiento. Otra opción es acentuar los aspectos negativos de cada estudiante y del conjunto de éstos, generalizándolos. Una tercera alternativa es hacer distinciones arbitrarias y, muchas veces, descaradas entre los alumnos.
Los buenos profesores son otra cosa. Una particular disposición hacia su especialidad, la docencia, y sus alumnos, los caracteriza. Un buen profesor es aquel que siente pasión por lo que hace y así lo demuestra, tanto en clases como fuera de ellas. No por nada, es un experto en su área. Y, sin embargo, es generoso y comparte lo que sabe con humildad. Sus clases son participativas. El buen profesor involucra a los alumnos en su propia educación, centrando ésta en el aprendizaje, no en la enseñanza. A cada paso pregunta, y se pregunta, el por qué y el para qué de las materias impartidas. O sea, ejercita y promueve el pensamiento crítico, sin el cual no hay evolución posible en el conocimiento humano. Desde esta perspectiva, el buen profesor transmite valores, sin caer en el proselitismo, e incorpora el humor en la clase, sin convertirse en un payaso. Su preocupación por los alumnos es sincera. De ahí que sea tolerante y respetuoso, en el entendido que tales características son exigibles, a su vez, en el trato entre estudiantes, y entre éstos y el profesor. En resumen, es una autoridad para los alumnos, y como tal se comporta. Por lo mismo, no es autoritario. Tener carisma ayuda, obviamente, pero no es lo que define a un buen profesor. Su pasión genuina por la especialidad respectiva, y la educación en general, es lo que hace la diferencia. Todo lo demás tiene arreglo.
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